La autopista que bordea la isla desde el aeropuerto hasta la ciudad de Las Palmas atraviesa un páramo color ocre salpicado de casas viejas amontonadas, carreteras secundarias vacías y centros comerciales improvisados en la nada. Cualquier otro día, la selección natural de los sentidos filtraría los matices más exóticos del paisaje.

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Al final del trayecto, un día normal en Gran Canaria aguardaría cualquiera de las playas locales o los hoteles de cuatro o cinco estrellas a donde llegan los turistas durante todo el año a bañar sus rutinas y exorcizar su karma. Pero esta mañana la autopista GC-1 es un túnel que avanza por la isla a través de un universo paralelo y real que ni siquiera muchos grancanarios conocen. La presencia del mar, la propia noción de isla, producen claustrofobia esta mañana. ─¿Ven aquel edificio blanco, en lo alto? Pues ése es el Hospital Juan Carlos I.─. El taxista señala por la ventanilla una mole rectangular plagada de ventanas, encaramada en la ciudad, y por un momento la vida cede terreno a la literatura para representar que aquel lugar es el Castillo de If y Gran Canaria la isla donde cumple condena injustamente, reclamando venganza, el Conde de Montecristo. Llegamos tarde, pero no importa demasiado. Desde hace mucho tiempo el poeta Leopoldo María Panero no tiene otro sitio a donde ir.

Él está ahí, en medio del aparcamiento, y camina hacia el taxi encorvado y con la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda, retorcido como un olivo viejo. ─¿Qué os ha pasado? Llevo toda la mañana esperando─. Avanza con la actitud volátil que se espera de un poeta que ha tratado por sistema a la vida como si se tratase de una prostituta barata. A sus 63 años, mantiene en su voz un ligero seseo y sobre todo el acento de cisne afrancesado -herencia de la alta sociedad- que media España escuchó en El desencanto, el documental de Jaime Chávarri que retrata la decadencia del clan Panero-Blanc, y a través de él la del franquismo en pleno, tras la muerte del padre de familia, el poeta falangista Leopoldo Panero. Ahora el mediano de los tres hijosdel papá Panero arrastra en su voz los escombros de toda una vida militando en las filas de una ideología que mata a aquel que la profesa: “La destrucción era mi Beatriz, eso decía Mallarmé”. Ahora, 40 años después, las palabras se encabalgan al final de sus frases hasta que sólo queda un rumor ronco. No es necesario entender lo que dice el poeta para saber que lo único que quiere es largarse de allí.

─Acompáñame a buscar la pastilla de la muerte. Después nos vamos a comer al Cañas y Tapas. Tienen un menú muy barato, 9 euros.

En la entrada del hospital un muchacho se mueve nervioso entre un grupo de enfermeros. Mientras el poeta desaparece por un pasillo, el chico me pregunta algo sobre un asunto que parece de vital importancia. Lo hace insistentemente hasta que un enfermero le amenaza con llevarlo a la enfermería. ─La palabra mágica, comentan entre ellos─. Si no abriese la boca para hablar sería imposible darse cuenta de que el muchacho es un interno. Sólo entonces  es posible tomar conciencia de que el hombre del que Roberto Bolaño dijo -en su última entrevista- que era uno de los tres mejores poetas vivos de España también vive en este psiquiátrico desde hace más de diez años, tras haber dado tumbos por distintos manicomios del país durante dos tercios de su vida. Su primer destino fue un psiquiátrico madrileño. Su madre, a quien nunca perdonó, decidió internarlo tras el primer intento de suicidio del poeta, una tentativa más cinematográfica que real, a lo Marilyn Monroe: Se atiborró de barbitúricos en una pensión y entró en coma. Tenía 19 años. A esa edad ya había escrito un libro importante. Todavía no había estado en la cárcel. No se había enamorado. Tampoco había probado el ácido.

La pastilla de la muerte la trae en un bolsillo de su bata el enfermero que ha acompañado a Leopoldo de vuelta hasta el hall del hospital. Es la medicina que el poeta se tiene que tomar a la hora de comer, una píldora de haloperidol, un fármaco antipsicótico  típico en el tratamiento de las enfermedades mentales.

─Toma, guárdala tú. ¿Y me puedes llevar la mochila, por favor? -dice el poeta mientras me alcanza el bote con la pastilla de la muerte y una mochila negra donde guarda un paraguas, una agenda telefónica y tres libros: Soledades y La Fábula de Polifemo y Galatea, de Góngora; y A la guerra con Satán. La iglesia del Juicio final.

─Vigila que se la tome. Que se la ponga debajo de la lengua -apunta el enfermero.

De camino al taxi es él quien formula la primera pregunta. ─¿Has probado el LSD? Yo una vez lo tomé en un iglesia─. La última visita al poeta fueron unos periodistas italianos, pero “desde que empezó todo este rollo de los manicomios la gente se escaquea”.

─ Luego no me des la pastilla. Aquí me obligan, pero sólo quiero la de la noche. Estos hijos de puta no me dejan dormir.

El loco Panero

Un día normal en la vida de Leopoldo María Panero es pasear por el centro “telepatizando con la gente” o dormir la siesta en los bancos de la calle Triana, de donde últimamente le echa la policía. Hoy es un día distinto, pero hay rituales que deben mantenerse, confirmando que la entrevista no será un ejercicio periodístico sino una conversación desordenada escrita entre los renglones torcidos del poeta. El primer paso es el avituallamiento: cinco cajetillas de Winston, un bote de Utabón para la congestión nasal y dos paquetes de Kleenex. En el taxi el poeta ha hablado de su compañero de habitación. “Un viejo asqueroso al que torturo. Le pellizco el culo y le digo maricón”. También de Zapatero, de Psiquiatría y de su familia. “Me da igual que mi hermano Juan Luis no venga a verme. Echo de menos a mi padre. Si él se hubiera enterado de que era marica me hubiera echado de casa. Pero de ahí a consentir que me mataran, hubiera hablado hasta con Franco, que era amigo suyo.” Leopoldo, en cambio, no era amigo del dictador. Ahora es anarcoindividualista [sic], pero militó en el Partido Revolucionario Trotskista y en el Partido Comunista. “¿Poner bombas? Tanto como eso no. Bueno, tengo simpatía por la ETA. Estuve una semana en un piso franco pero me quise ligar a la mujer del etarra y me echaron.” Antes de doblar la esquina hacia el restaurante, dos monjas se cruzan en el camino de Leopoldo y él les grita, riéndose a carcajadas, que arderán en el infierno. El menú del día está colgado en la puerta del establecimiento. Muy cerca, en un paredón, un graffiti reza “PROHIBIDO PENSAR”.

─ A Canarias me trajo Claudio Rizzo, estuve tres meses en su casa medio secuestrado, pero fue idea mía. Es que lo pasaba muy mal en Mondragón, pero comparado con este manicomio era el paraíso. Tan nazi como éste imposible.

─¿Y por qué no le dan el alta a usted?

─Ah, ni idea. Me tienen medio secuestrado. Pido el alta mil veces y no me la dan. Depende de Bruto Tenorio –se refiere a José Brito Jinorio, su médico- y de Segundo Manchado -Jefe de la  Unidad de Rehabilitación Activa del Servicio Canario de Salud-, que es siniestro. No hay otro sistema en un psiquiátrico que la represión, la vigilancia y el castigo. Es mucho peor que una cárcel, por lo menos allí no hay crímenes mentales.

─ ¿Pero usted está loco?

─ Me han vuelto loco. Jean Cocteau decía que Napoleón era un loco que se creía Napoleón. Leopoldo María Panero es un loco que se cree Leopoldo María Panero.

─ ¿Y los internos que hemos visto allí arriba están locos?

─ Lo único que he aprendido de los locos es a odiarlos. Son callos de lo más repugnante. Uno que su mujer es calva, otro que está capado. Pero ya te dije en el taxi que la enfermedad mental no produce ninguna deficiencia orgánica, es decir que no es ninguna enfermedad.

A Panero le molesta repetir las cosas. También se enfada como un niño pequeño con el camarero, Martínez, cuando tarda en traerle su tercer postre de chocolate consecutivo. ─Me gustaría tomar una caña pero no me atrevo porque pierdo el control. Aparte soy dipsómano, como Poe, y si llego alcoholizado son capaces de quitarme el pase de por vida─. Ahora el poeta bebe Coca-Cola o Pepsi light compulsivamente y piensa que intentan envenenarlo con cianuro y arsénico. “Me gusta porque me recuerda al alcohol y es dañina para el hígado”. Ingiere aproximadamente una cada quince minutos. Llena el vaso pero sólo se bebe la mitad de la botella, nunca las termina, igual que los cigarros, por eso llega a fumar diez cajetillas cada día. De repente, reconoce su poema Diario de un seductor encima de la mesa: No es tu sexo lo que en tu sexo busco sino ensuciar tu alma: desflorar con todo el barro de la vida lo que aún no ha vivido.

─ Es que tenía dos personalidades. Una un santito y otra el monstruo del Lago Ness, sobre todo con las mujeres. ¿Has leído La leyenda de Juan el hospitalario, de Flaubert? Trata de un niño que es muy bueno. Al final mata a unos ciervos y sus crías y después a sus padres creyéndose que eran ciervos.

─ ¿Usted ha matado a alguien alguna vez?

─ Me he cargado a medio mundo con los ojos. Si creen que se puede probar que me lleven a juicio, no hay pruebas de nada. Con los ojos se mata con la posesión demoníaca. Algunos se meten en sí mismos y se suicidan.

─ Usted también intentó suicidarse en el pasado…

─ Yo no me suicido ni a tiros. La literatura y el dinero es lo único que me salva del suicidio. Pero cuando me caí de la ventana del González Duro no era para suicidarme. Era para ir a la casa de una amante con la que me tomaba ácido.

─ ¿Cuantas veces se ha enamorado usted?

─ Una vez, de la famosa virgen. Una tía que conocí en París, de virgen no tenía nada pero creí que era una reencarnación de María Magdalena. Estuve dos años tirándomela. Después me dejó, estaba de mis palizones hasta el coño. De Ana María Moix también, pero ésa es otra historia: “¿Otros pecados cometiste? Sí, amor, pero fue en otro país y además ella murió hace mucho tiempo.” Christopher Marlowe, El judío de Malta.

El Premio Nobel

El poeta pasó varias temporadas en la cárcel -fue allí donde descubrió su homosexualidad latente acostándose con dos presos- pero ahora ni siquiera pasea por la playa porque tiene miedo a que le roben la cartera. “También fui traficante de hachís en Valencia, pero no me cazaron. Vendí medio kilo a un carpintero. Otra vez mi madre me escondió medio kilo de grifa para que no me pillara la policía. Ella me dejaba drogarme y acostarme con chulos”. Según cuenta Leopoldo, los 40 € que saca todos los días en su cuenta del Banco Popular “vienen del Rey”, aunque lo cierto es que cobra dos pensiones. Dice que le confiscan el correo, que le atan por la noche y le aplican electroshocks, pero según el personal del psiquiátrico eso no es cierto. El ingreso del poeta en el centro canario fue voluntario; aún así, en estos casos el alta médica depende de un juez. “Está continuamente diciendo que se quiere marchar pero nunca solicita el alta de manera oficial. Es un quiero y no puedo”, explica una de las enfermeras de la planta tercera.

─¿Cree que le darán el alta algún día?

─ A ver si es verdad. Si me dan el Nobel en octubre, de Estocolmo me voy a París a emborracharme al Café de Flore, donde se emborrachaba Oscar Wilde. Estoy seguro de que me lo dan aunque sea sólo para darle una patada en el coño a toda España.

─¿Ya tiene escrito el discurso?

─ No está escrito, pero pienso hablar en inglés, perfectly. Quiero desbarrar contra este país de maniacos religiosos. A talk against Spain and a talk against CIA. Ése es el título.

─¿Por qué odia tanto a España?

─ Porque me ha tratado muy mal. “Vencido por la realidad y por España”, eso decía Borges de Cervantes. El pecado capital aquí es la envidia. Yo lo que quería de este país era la humildad. Nunca creería en España en la vida. Y en la democracia lo justito.

─¿Escribir es su forma de venganza?

─ Escribir es como escupir. Me he vengado contra el mundo porque me ha tratado injustamente. He sufrido mucho. Todo hombre encuentra una manera de vengarse del mundo, como decía Kierkegaard.

─¿En qué se va a gastar el dinero del Nobel?

─ En alcohol. Me gustaría volver a empezar, volver a trasnochar y volver a joder y volver a tomar droga y a beber. Si me dan el Nobel no sólo quiero largarme de esta isla sino también de este país de mierda.

─¿Cree en la posteridad?

─ La posteridad… si no estoy yo ahí, a mí qué coño me importa.

En el taxi de vuelta al hospital el poeta se enfurece con el conductor porque nos está llevando (y es cierto) por el camino equivocado, aunque nadie en el coche le toma en serio. Después de todo, él sigue siendo el loco. Su existencia en los inframundos-psiquiátricos no le ha impedido componer una de las obras poéticas más profundas y bellas de la historia reciente. Ahora, sigue escribiendo. Tiene preparados quinientos versos inéditos para “un concurso de 6.000 € donde hay varios poetas amigos míos en el jurado”. ─También me gustaría ganar el Premio Cervantes─. De la muerte sólo teme “la famosa penitencia, el dolor físico”. Dice que no le queda ni gota de rencor, ni de ira, pero entre su perfecta actitud de indiferencia se filtra a cada rato la noción de un fracaso. No el de su poesía, ya salvada, sino el fracaso de sí mismo, de Leopoldo María Panero. ─No me gusta mi personaje de poeta maldito, el chistosito. Se creen que soy un Don Nadie. Julius Fucik de Don nadie no tenía nada, y Julián Grimau tampoco.─

La noche está cayendo ya sobre la isla y en el ambiente pesa un aire espeso, como extraído de una pintura negra de Goya, que apenas se deja respirar y cambia el sabor de los cigarros. En lo alto del psiquiátrico varias siluetas humanas dan vueltas en redondo sobre una terraza vallada del exterior del edificio. El poeta hoy no se ha tomado la pastilla de la muerte. Ahora está sentado en un banco de la entrada esperando a que llegue la hora de la cena para volver a entrar. Ya no levantará la mirada del suelo. “Hasta luego”, dice, sin más. Y mientras se va quedando otra vez ensimismado y solo no deja de repetir, como queriendo despojarse del peso de sí mismo:

─ Yo no soy un poeta de apellido. Yo no soy un poeta de apellido.

*Publicación original:

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