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Aitana Castaño, a quien ahora veo menos, aunque recuerdo mucho, porque en Madrid compartimos, con Marta, una segunda infancia, y eso es difícil de olvidar, ha escrito, como era de esperar, ya desde entonces, su primer libro.

Se titula Los niños de humo (Pez de Plata) y yo empecé a leerlo después de la presentación de Gijón, un sábado de 2018, durante una terrible resaca, y claro, no salió bien del todo, porque ya no estoy en la edad en que podía leer de un tirón el Werther de Goethe después de una noche de sábado.

Así que esperé el momento adecuado, que llegó este domingo, de forma natural, después de una mudanza, el último día de vacaciones, aunque el libro no había dejado de emitir una señal de «Léeme» dentro de la estantería.

Como yo de las cuencas mineras no sé mucho, aunque es pecado, y me redimiré, porque mi abuelo Eduardo fue minero, y además otros pueden hablar con más solvencia de lo que significan las cuencas, y de por qué este libro importa tanto a tanta gente, lo que voy a hacer es contar algunas cosas que he sentido al leer los cuentos.

ALMAS EN PENA

Desde el principio hasta el final, la sensación visual de que bajo las páginas el libro está poblado de muertos, de almas en pena que quieren contarnos sus historias. Pero son muertos de los que no dan miedo, como los de Rulfo, o como Nicole Kidman en Los otros; y también son negros, porque los dibuja Zapico, que de verdad parece que pinta con carbón. Es decir, tienen cosas pendientes con los vivos: solo quieren contarnos lo que pasó en sus vidas, liberarse, y además tienen buen humor. Pero nada es para reírse, no, aunque tiene que parecerlo, porque en eso consiste la vida, ¿no?, en que parezca que todo es para reírse cuando en realidad sucedan cosas terribles todo el rato. Bolaño empieza así Amuleto: «Ésta será una historia de terror. Será una historia policíaca, un relato de serie negra y de terror. Pero no lo parecerá. No lo parecerá porque soy yo la que lo cuenta. Soy yo la que habla y por eso no lo parecerá. Pero en el fondo es la historia de un crimen atroz». Las cuencas mineras también guardan la historia de un crimen atroz, pero A. no puede permitir que lo parezca, y esa, pienso, es la magia del libro. Esa mirada.

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PRESENTE PERPETUO

Mientras leo, también la impresión constante de un «presente perpetuo», que imagino como un lugar parecido a la infancia, y sobre el que San Agustín, que de estas cosas sabía mucho, decía esto: «Más exacto me parece hablar de un presente de lo pretérito, un presente de lo presente y un presente de lo futuro, porque estas tres modalidades las encuentro en mi mente». Creo que esta percepción se debe a que la voz de A. aparece de vez en cuando para unir a todos los personajes en un ahora narrativo, a lo Javier Cercas, y funciona, y se agradece, porque de repente nos la encontramos ahí, como testigo, sin esperarlo, y además refuerza la sensación de que esa procesión de almas en pena de la que hablábamos antes están justo aquí, ahora, para siempre. También es por el tratamiento de los personajes, que reaparecen continuamente en los ojos de otros, intercambiando perspectivas. Y por esta frase joyceana, que es una epifanía y también un verso que debería acabar en la letra de un cantautor cuenquil: «De las víctimas de 1948 en el Nalón y las de hoy mismo en Siria».

Aunque la mejor intervención de A. es para introducir a Juan: «Y gracias al cielo (y las estrellas) años después nacería en Langreo Juan, el mi Juan».

ÉPICA

Hay una épica en las cuencas mineras. La épica está hecha, en parte, de ficción, pero la ficción está basada siempre en hechos reales. La épica de las cuencas mineras nos habla, sobre todo, de honor.  

EL ALEPH

Tres veces, durante la lectura, he recordado este comienzo, que descubrí en aquella infancia de Madrid. «La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.»

CAGONDIOS

En nuestra época, los diálogos, las frases, el lenguaje mismo, se han devaluado, centrifugados por una maquinaria que, por resumir, para no meternos en líos, podemos definir como modernidad, aunque acabo de borrar puto-capitalismo. Es decir, las frases que pronunciamos hoy significan a menudo muy poco, precisamente porque se han convertido en lugares comunes reproducidos hasta la saciedad en nuestras relaciones sociales. Bueno, ni tan mal. Ocurre que Los niños del humo da testimonio de una época y un lugar donde las frases de las personas sí significaban muchas cosas, y A. sabe sacarles el máximo rendimiento, colocándolas de forma muy precisa, calculando perfectamente sus efectos, como ese «Arturo Villabrille era mi abuelo», mi favorita. Literariamente, las frases de los personajes son los pilares de estas historias. Algunas te quiebran, otras te hacen reír, pero en todas hay verdad y hay épica y hay vida.  Sin embargo, cada vez que un personaje se ha cagado en dios, he escuchado la voz de A. nítida en mi cerebro. Esa no me ha colado, pero me alegro.

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