Roberto Bolaño, Blanes 1999 (archivo V-M)

Los hechos son irrefutables. El ejemplo del escritor chileno Roberto Bolaño representa uno de los sprints más prodigiosos de la historia de la literatura. Se consideraba poeta, pero empezó a escribir prosa en 1990, a los 37 años, obsesionado por procurarle a su familia -estaba casado con la española Carolina López y había nacido ya el primero de sus dos hijos, Lautaro- un futuro económico estable. Publicó su primera novela en solitario, sin éxito, a los 44, edad en la que también escribió en sus diarios que estaba seguro de que moriría inédito. Se equivocaba: tan solo dos años después, en el 98, el chileno dejó de ser un rumor en los cogollos de escritores para empezar a vivir de la literatura gracias a Los detectives salvajes, una novela -suicida, según él- con la que obtuvo de inmediato dos premios importantes: el Herralde de Novela, fundado por su editor y amigo -con Bolaño este extraño binomio era posible- Jorge Herralde; y el Rómulo Gallegos, algo así como el Nobel latinoamericano.

Lo que ocurrió a continuación se parece al final de la historia, pero es sólo el principio. En julio de 2003, el chileno moría víctima de una enfermedad hepática -conocía su existencia desde el año 92- mientras esperaba un trasplante de hígado en el Hospital Vall D´Hebrón de Barcelona, en estado de coma. Bolaño tenía 50 años, estaba en la cima de su carrera y contaba con más de una treintena de contratos para publicar parte de su obra en países como Italia, Francia, Holanda y Reino Unido. En el momento de su muerte era, como mínimo, el escritor latinoamericano más importante de su generación según la crítica, pero el chileno aún guardaba una última y generosa sorpresa. En 2004, tan sólo un año después de la desaparición del chileno, la editorial Anagrama publicó en un único volumen -él quería que se editase una saga de cinco libros, con el fin de obtener un mayor rendimiento económico para su familia tras su fallecimiento- su monumental obra póstuma, 2666, escrita íntegramente bajo la sombra amenazante de “la puta caliente”, como le gustaba al chileno llamar a la muerte citando a su poeta favorito, Nicanor Parra.

Estos son los hechos, y son irrefutables. Pero a partir de 2666 comienza la leyenda de Roberto Bolaño. Y la leyenda empezó, primero, en el panorama literario de la lengua española, donde todavía resonaban los ecos de Los detectives salvajes y Nocturno de Chile, libro que Bolaño estaba empeñado en titular Tormentas de mierda y del que Susan Sontag dijo que estaba “destinado a tener un lugar permanente en la literatura mundial”. Y después, tras el desembarco paulatino de su obra en Estados Unidos, también en el panorama literario anglosajón, donde el aura de escritor maldito de Bolaño se ha alimentado de manera insistente en los medios de comunicación con el apunte de algunos datos falsos. El más grave: que el consumo de heroína había sido el origen de la enfermedad del chileno, hechos extrapolados desde el relato de Bolaño titulado La playa que han desmentido en repetidas ocasiones amigos y compañeros del escritor de todas las épocas.

Lo que sí es cierto es que en que en apenas diez años Bolaño pasó de ser un poeta marginal que había vivido tres cuartos de su existencia en las cloacas de la literatura y de la vida a ser el escritor latinoamericano más popular y traducido desde Gabriel García Márquez. El nuevo Kerouac. El nuevo demiurgo de la literatura universal. El nuevo vino. Para el escritor español Javier Cercas, quien, a modo de homenaje, también introdujo al chileno como personaje en su novela Soldados de Salamina, no existe explicación para la progresión literaria de Bolaño. “Que entre 1996 y 2003 escribiera lo que escribió entra de lleno en el terreno de lo asombroso”.

Según Jorge Luis Borges, uno de los principales maestros del escritor chileno, de cuya muerte se cumplieron 9 años el pasado mes de julio, “el arte es la inminencia de una revelación que no se produce”. Así era Bolaño. Y así es la literatura de Roberto Bolaño.

Doblemente enfermo

El chileno entró en el Gran Juego de la literatura como Aquiles en Troya. Su caballo se llamaba Los detectives salvajes, una novela aparentemente inofensiva que llegó a las librerías destrozándolo todo, retorciendo violentamente el cuello a cada uno de los cisnes del boom y borrando del mapa, sin piedad, a todos sus herederos literarios. Los críticos no tardaron en comparar el libro, por su originalidad formal, con Rayuela, de Julio Cortázar; pero el chileno se defendía de los elogios con la misma habilidad que lo hacía para librarse de las críticas: “La mía es una pobre novela comparada con Rayuela. Sólo hay algo que puedo aceptar, que al menos he intentado meterme por estructuras y juegos nuevos. Si lo he conseguido o no, eso no lo sé”.

Para Bolaño escribir no era ni un acto natural ni un placer, sino una batalla perdida de antemano que era necesario afrontar “con sentido común y lucidez”. Por eso a los escritores jóvenes que le fueron a ver entusiasmados a Sevilla en la que resultó ser su última aparición pública, el mes anterior a su muerte, no les recomendó escribir, sino “vivir y ser felices”. También por eso cuando terminó de escribir Los detectives salvajes le prometió a su amigo Ignacio Echeverría -el crítico diría más tarde que 2666 era “la novela que Borges hubiera aceptado escribir”- no volver a involucrarse en un proyecto de semejante envergadura: “Llegué a tener la tentación de destruirla, ya que la veía como un monstruo que me devoraba”. Sin embargo, en los últimos años de su vida, cuando su cirrosis se iba haciendo cada vez más patente y peligrosa, el chileno se lanzó de nuevo al abismo de una novela inmensa; pero esta vez lo hizo sin paracaídas, poseído por una obsesión y por una ambición desmedidas. Terminar 2666 se convirtió en su segunda enfermedad.

¿Y de qué trata la novela, Roberto?, le preguntaban de manera insistente los periodistas en los últimos años. Y el chileno, tranquilo, respondía: “Es una novela larguísima, una obra monstruosa”. “Es tan bestial que puede acabar con mi salud, que ya es por sí delicada”. “Tal vez sea una pésima novela. O tal vez no”. “En parte, será de ciencia-ficción”. “Es una novela de género policíaco, con el agravante de que es excesivamente larga”. El primer lector de 2666 fue Jorge Herralde. Devoró las más de 1.000 páginas de un tirón, aislado en una isla, y se quedó asombrado para siempre: “Pienso que 2666 pertenece al club de El proceso y El castillo, de Kafka, o En busca del tiempo perdido, de Proust. Un club de inacabadas novelas inmortales”.

De todas formas, a Bolaño le importaban muy poco palabras como consagración, posteridad o éxito. Cuando en 1999 el periodista Daniel Villalobos le preguntó si le importaba ser reconocido en su país, Bolaño respondió con vehemencia: “El narrador más importante de este siglo que se acaba se llamó Franz Kafka y no lo reconocieron ni en su casa, así que figúrate si me va a preocupar a mí una gilipollez de ese calibre”. Bolaño nació en Santiago de Chile, pero no se consideraba chileno, sino latinoamericano y extranjero en cualquier parte: “Las patrias pueden ser muchas pero uno solo el pasaporte, y éste es la calidad de la escritura”, pensaba, y sus opiniones sobre el oficio de escribir también eran románticas y extremas. Creía, por ejemplo, que “sin peligro, la literatura no es nada”; o que para ser un auténtico escritor es necesario “escribir como si uno se fuese a morir al día siguiente”.

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Sin timón, en el delirio

“Si he de vivir que sea / sin timón, en el delirio”. Al chileno le gustaba recordar estos versos de su mejor amigo, el poeta mexicano Mario Santiago, para definir el estilo de vida del verdadero artista. En su caballo de Troya literario, Los detectives salvajes, que se publicó el mismo año de la muerte de Santiago, Bolaño transformó a su gran amigo en Ulises Lima, así como a sí mismo se transformó en Arturo Belano, un personaje a través del que se pueden intuir en Los detectives salvajes muchos pasajes de su biografía. Sobre todo los que se refieren a la época en que fundó con Mario Santiago, a mediados de los 70, el infrarealismo, un inocente pero honesto movimiento poético mexicano -su primer manifiesto se titulaba Déjenlo todo, nuevamente- cuya misión era oponerse al statu quo de la poesía del país. En aquel tiempo Bolaño lo leyó casi todo, y al final de su vida ya era capaz de pasearse por la historia de la literatura con la misma naturalidad que por la tienda de bisutería -allí reconoció haber visto a la mujer más hermosa del mundo- donde trabajó durante un tiempo, en el pueblo barcelonés de Blanes. El chileno había llegado a Cataluña en 1977 para no volver a marcharse, y el de vendedor en la tienda de su madre fue sólo fue uno de los muchos trabajos -vendimiador, camarero, lavaplatos, recepcionista, estibador de barcos o vigilante de un camping en Casteldefells, su favorito- que tuvo que desempeñar en España para sobrevivir.

Bolaño pudo con todo, menos con sus dos enfermedades crónicas. Por una parte el miedo, y por otra su obsesión por terminar de escribir 2666 habían llevado al escritor a posponer durante varios años la tramitación de un trasplante de hígado. Sin embargo, un mes antes de su ingreso definitivo en el hospital, cuando su mal hepático se agravó y Bolaño ascendió al tercer puesto de la lista de espera, se vio obligado a aplazar -para siempre, pero él no lo sabía- el final de la novela que arrastraba como una cruz. “Ahora procuro hacer un trabajo más reposado. Voy a corregirla sólo después de la operación”, confirmaba tranquilo a un periódico chileno a mediados de junio.

El día que se consumó el asesinato de Roberto Bolaño la escena del crimen estaba plagada de mujeres y hombres. Eran los miles de personajes de 2666 reunidos alrededor de la cama del chileno. Ninguno de ellos apretó el gatillo a las 2.30 horas de la madrugada del 14 de julio, en Barcelona, pero seguramente fueron cómplices; los hechos, sin embargo, nunca se podrán demostrar porque no quedaron testigos del homicidio literario.

El poeta Nicanor Parra tenía razón. Todos le debemos un hígado a Bolaño.